LA ETERNIDAD EN LA RUTINA QUE FUGA
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Resumen
Cuando algún lector me dice que le gustó algo, mi agradecimiento es tan desbordante que quisiera llevármelo a vivir a la casa". ¿Es la comunicación el amor? Se pregunta Elena Poniatowska al final de su prólogo y después de haber inquirido, a manera de estribillo, una y otra vez, si en cada lazo que filtra la memoria como sostén de la vida, el amor es el hálito que atraviesa, con su lluvia de oro, los vínculos. La madre, el marido, los hijos, los nietos, la editora de Era, un personaje tan definitivo como Jesúsa Palancares, o sus mismas amigas Jesúsa Rodríguez y Liliana Felipe. Y finalmente: los lectores. Por allí deberíamos haber empezado. Por el dolor de amor. Porque la falta es el principio. Y un autor sin lector es como un perro sin dueño. O más aún, un dueño sin perro, un amo despojado, un amor desdeñado, un ser sin posesión.
En el caso de las letras de Elena Poniatowska, esta travesía por el dolor de amor que conformó, en esencia, a la madre de nuestra autora, según el propio relato, en ella se configura como el mismo acto escritural. Asi, la narradora está en medio de todo, como San Sebastián, atravesada por las finas agujas de hierro que lanza la realidad. La realidad si la vemos. La realidad si nos guiña. La realidad si nos duele. La realidad si existe. Y si existe es gracias a su marcha, a su puesta en movimiento, a su reactivación en la palabra. Pues la palabra es el dato que la memoria archiva, como sustrato esencial de las imágenes, para constituirnos, para dotarnos de identidad. Y este es y ha sido el compromiso de Elena Poniatowska con la vida.
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